En países que como la República Dominicana, tienen una fuerte cultura política autoritaria, el imaginario colectivo entiende que al poder no deben establecérsele límites.
Se parte así de una inversión de la lógica liberal para negar a los particulares los mecanismos idóneos para contener y anular las actuaciones indebidas o arbitrarias que realicen los órganos del poder público.
Asimismo, son cuestionados principios clásicos que imponen la protección de los acusados como la finalidad del proceso penal y, en sentido contrario, se adoptan como principios la defensa la sociedad o el mantenimiento de la seguridad ciudadana, que históricamente han tenido un claro raigambre autoritario.
Una teoría de la eficacia de la Constitución y de sus derechos fundamentales no puede fundarse en la creencia ciega de un cumplimiento voluntario y espontáneo de los límites constitucionales por los poderes públicos, mucho menos en una dimensión tan grisácea como el poder penal.
Hay que evitar las falacias normativas y las creencias fetichistas sobre un ejercicio bueno del poder, que es desmentido a diario en la realidad operativa del sistema penal.
“Una Constitución puede ser avanzadísima por los principios y los derechos que sanciona y, sin embargo, no pasar de ser un pedazo de papel si carece de técnicas coercitivas —es decir, de garantías— que permitan el control y la neutralización del poder y del derecho ilegítimo” (Ferrajoli).
Sin unas garras cuidadosamente afiladas, a disposición del poder judicial, y que puedan ser activadas oportunamente por los ciudadanos, el poder penal quiebra la Constitución e “inocuiza” a las personas subjúdices. Las garantías no son concesiones inmoderadas a favor de los delincuentes, imputados o condenados, sino mecanismos de defensa para asegurar que éstos, así como los inocentes que inevitablemente terminan involucrados en el sistema penal, no sean objetos de violencias innecesarias.
Es así que la defensa de la sociedad no puede asumirse negando la dignidad de las personas o desconociendo las garantías que la Constitución impone al poder penal. La exigencia de seguridad ciudadana no debe llevarnos a licuar las garantías de los acusados o usar el poder penal como instrumento de comunicación para mostrar al público una supuesta eficacia en la lucha contra la delincuencia.
En ausencia de garantías, la reacción estatal frente al delito, en la persona del supuesto delincuente, podría ser —como ha sido— más violenta que el delito mismo. Así, cuando las garantías actúan, más que producir impunidad, señalan fallas o errores en el sistema penal y les imponen consecuencias, para evitar que las agencias policiales y persecutoras asuman como incentivo actuar bajo parámetros arbitrarios e indebidos.
Sin importar qué tan grave o dañino sea un conflicto para la sociedad, no se pueden dar licencias para saltarse el estado de derecho. Admitir que existan zonas de poder penal exentas de limitaciones o garantías de control es como inyectar un virus letal en un ser vivo y supone el inicio de un progresivo deterioro de todo el sistema penal; atenta contra los principios constitucionales del debido proceso, y, por ende, es sencillamente inaceptable desde la perspectiva del Estado de derecho.
Félix M. Tena De Sosa es investigador asociado de la Finjus
Se parte así de una inversión de la lógica liberal para negar a los particulares los mecanismos idóneos para contener y anular las actuaciones indebidas o arbitrarias que realicen los órganos del poder público.
Asimismo, son cuestionados principios clásicos que imponen la protección de los acusados como la finalidad del proceso penal y, en sentido contrario, se adoptan como principios la defensa la sociedad o el mantenimiento de la seguridad ciudadana, que históricamente han tenido un claro raigambre autoritario.
Una teoría de la eficacia de la Constitución y de sus derechos fundamentales no puede fundarse en la creencia ciega de un cumplimiento voluntario y espontáneo de los límites constitucionales por los poderes públicos, mucho menos en una dimensión tan grisácea como el poder penal.
Hay que evitar las falacias normativas y las creencias fetichistas sobre un ejercicio bueno del poder, que es desmentido a diario en la realidad operativa del sistema penal.
“Una Constitución puede ser avanzadísima por los principios y los derechos que sanciona y, sin embargo, no pasar de ser un pedazo de papel si carece de técnicas coercitivas —es decir, de garantías— que permitan el control y la neutralización del poder y del derecho ilegítimo” (Ferrajoli).
Sin unas garras cuidadosamente afiladas, a disposición del poder judicial, y que puedan ser activadas oportunamente por los ciudadanos, el poder penal quiebra la Constitución e “inocuiza” a las personas subjúdices. Las garantías no son concesiones inmoderadas a favor de los delincuentes, imputados o condenados, sino mecanismos de defensa para asegurar que éstos, así como los inocentes que inevitablemente terminan involucrados en el sistema penal, no sean objetos de violencias innecesarias.
Es así que la defensa de la sociedad no puede asumirse negando la dignidad de las personas o desconociendo las garantías que la Constitución impone al poder penal. La exigencia de seguridad ciudadana no debe llevarnos a licuar las garantías de los acusados o usar el poder penal como instrumento de comunicación para mostrar al público una supuesta eficacia en la lucha contra la delincuencia.
En ausencia de garantías, la reacción estatal frente al delito, en la persona del supuesto delincuente, podría ser —como ha sido— más violenta que el delito mismo. Así, cuando las garantías actúan, más que producir impunidad, señalan fallas o errores en el sistema penal y les imponen consecuencias, para evitar que las agencias policiales y persecutoras asuman como incentivo actuar bajo parámetros arbitrarios e indebidos.
Sin importar qué tan grave o dañino sea un conflicto para la sociedad, no se pueden dar licencias para saltarse el estado de derecho. Admitir que existan zonas de poder penal exentas de limitaciones o garantías de control es como inyectar un virus letal en un ser vivo y supone el inicio de un progresivo deterioro de todo el sistema penal; atenta contra los principios constitucionales del debido proceso, y, por ende, es sencillamente inaceptable desde la perspectiva del Estado de derecho.
Félix M. Tena De Sosa es investigador asociado de la Finjus
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