La opinión mayoritaria en el seno de la comunidad jurídica y la cual comparto es la de que, dado que el artículo 187 de la Constitución dispone que “para ser juez del Tribunal Constitucional (TC) se requieren las mismas condiciones exigidas para los jueces de la Suprema Corte de Justicia” (SCJ) y puesto que el artículo 151 establece que “la edad de retiro obligatoria para los jueces de la Suprema Corte de Justicia es de setenta y cinco años”, nadie con esa edad puede ser designado en la SCJ y, en consecuencia, tampoco en el TC, pues, a pesar de que los integrantes del TC son designados por un período y no están sujetos a retiro, la referida edad es una condición negativa para ser juez de dichos órganos.
Lógicamente, lo anterior no significa que piense que una persona por tener 75 años ya no está en condiciones físicas o mentales de ser juez. Soy de los que creo que el jurista, al igual que el vino, mientras más viejo mejor. Es más, hasta las diez de la mañana del 26 de enero de 2010, creo que fui el último y único abogado dominicano que entendía que establecer una edad de retiro obligatorio para los jueces, como lo hizo la Ley de Carrera Judicial de 1998, era inconstitucional, pues siempre he considerado que la inamovilidad de los jueces solo tiene sentido si, como quería Eugenio María de Hostos, se trata, en la mejor tradición angloamericana, de una “tenure for life”.
Pero la SCJ validó la edad de retiro obligatorio, aunque consideró que la ley que establecía el retiro no le aplicaba, pues los jueces supremos habían sido designados con anterioridad a ésta, obviando que una cosa es que la ley no se aplique retroactivamente y otra que se aplique inmediatamente. Era evidente que el retiro obligatorio aplicaba también a los jueces de la SCJ pues la ley afecta inmediatamente las situaciones en curso. El argumento de la SCJ era tan absurdo como si los esposos casados antes del 14 de diciembre de 1940, fecha en la que entró en vigor la ley que otorgó plena capacidad a la mujer, alegasen que ellos tenían derecho a la desigualdad de sus esposas porque se habían casado con ellas antes de esa fecha. Lo que procedía era declarar inconstitucional la obligatoriedad del retiro para todos los jueces. Pero se optó por la posición de Karl Loewenstein que entiende que la inamovilidad judicial es perfectamente compatible con el retiro forzoso, exceptuando de la fórmula a los jueces de la SCJ, lo que precisamente llevó al constituyente de 2010 a fijar taxativamente la edad de retiro obligatoria de los jueces supremos.
Hoy, nos guste o no, es claro que para la Constitución de 2010, en el espíritu de que no es bueno echar vino viejo en odres nuevos, y como afirma Juan José Solozábal en relación a España, es mala la práctica “que descuida la dimensión especial del TC, y (…) tiende a afirmar su pertenencia en él como un paso más en la carrera judicial, como la culminación de la misma”, así como aquella “que querría aparecer como convención, de asegurar al presidente del Tribunal Supremo el tránsito natural al TC. La tensión entre ambas jurisdicciones, que es lógico, en sus justos términos, que exista y que no puede acabar ni con la superioridad ni la especialidad del TC, indudables dada la condición de este de garante máximo del orden constitucional, no puede pensarse que quede resuelta a través de un procedimiento que muestre al TS como la antesala del Constitucional (…) No conviene aceptar un Constitucional como prolongación del Supremo, ignorando, (…) que las lógicas de ambas jurisdicciones son diferentes y que el perfil del magistrado del TC ha de tener un relieve que no se compadece necesariamente con la práctica y la actitud del aplicador de la legalidad ordinaria, aun con el grado de competencia, independencia y dedicación de los magistrados del Supremo. Este riesgo, sin considerar el argumento de que el servicio al TC impone muchas veces dificultades en el trabajo no siempre superables cuando se alcanza la jubilación en el Supremo”.
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