Una de las tendencias más preocupantes tras la puesta en marcha de la reforma procesal penal es que, casi sin solución de continuidad, ha operado una brusca inversión en las tendencias del contenido de la reforma, con la consiguiente flexibilización de los principios y garantías constitucionales.
Se trata de un conjunto de normas de emergencia o excepción que, inspiradas en la lógica de combate contra el crimen y guiadas por la razón de Estado, tienden a privilegiar las potestades represivas de las agencias policiales en detrimento de los poderes de control de los órganos jurisdiccionales.
La fuerza motriz que sustenta estas contrarreformas es la peligrosidad del agente, que es presupuestada in abstracto: el terrorista, el narcotraficante y, en general, “todo individuo que no preste una seguridad cognitiva suficiente de un comportamiento personal adecuado para participar en el orden social constituido, no puede ser considerado ni tratado como persona o sujeto de derechos, sino como enemigo”, en expresión de Jakobs.
Contra el enemigo se admite “un derecho procesal-penal muy restrictivo en lo que concierne a los derechos de que dispone el autor, que sustentan un número indeterminado de medidas de investigación caracterizadas todas ellas por la infracción de alguno de los principios constitucionales del debido procedimiento legal” (Portilla Contreras). Nada impide, sin embargo, que dichas normas, dictadas para una delincuencia concreta o, más exactamente, contra un tipo de delincuente, terminen aplicándose indiscriminadamente a todos los supuestos (efecto de contagio), produciendo una gradual desconstitucionalización del derecho procesal penal ordinario o común.
Ese proceso opera en la forma de un desmontaje o desvalorización de los principios constitucionales, que son desnaturalizados por prácticas mutativistas y manipulativas, que en definitiva han supuesto una pérdida progresiva de la fuerza normativa del texto constitucional.
Es así que principios fundamentales como la presunción de inocencia, la no autoincriminación o la exclusión de pruebas ilegales, dejan de aplicarse con todas sus consecuencias en los procesos penales, por más que los operadores simulen que los están haciendo funcionar a pleno.
Se trata, sin lugar a dudas, de “una rémora del pensamiento premoderno arrastrada contradictoriamente por la modernidad, un elemento conceptual contradictorio dentro del Estado de derecho porque arrastra la semilla de su destrucción” (Zaffaroni).
Felix M. Tena De Sosa es investigador asociado de la FINJUS
tenafel@hotmail.com
Se trata de un conjunto de normas de emergencia o excepción que, inspiradas en la lógica de combate contra el crimen y guiadas por la razón de Estado, tienden a privilegiar las potestades represivas de las agencias policiales en detrimento de los poderes de control de los órganos jurisdiccionales.
La fuerza motriz que sustenta estas contrarreformas es la peligrosidad del agente, que es presupuestada in abstracto: el terrorista, el narcotraficante y, en general, “todo individuo que no preste una seguridad cognitiva suficiente de un comportamiento personal adecuado para participar en el orden social constituido, no puede ser considerado ni tratado como persona o sujeto de derechos, sino como enemigo”, en expresión de Jakobs.
Contra el enemigo se admite “un derecho procesal-penal muy restrictivo en lo que concierne a los derechos de que dispone el autor, que sustentan un número indeterminado de medidas de investigación caracterizadas todas ellas por la infracción de alguno de los principios constitucionales del debido procedimiento legal” (Portilla Contreras). Nada impide, sin embargo, que dichas normas, dictadas para una delincuencia concreta o, más exactamente, contra un tipo de delincuente, terminen aplicándose indiscriminadamente a todos los supuestos (efecto de contagio), produciendo una gradual desconstitucionalización del derecho procesal penal ordinario o común.
Ese proceso opera en la forma de un desmontaje o desvalorización de los principios constitucionales, que son desnaturalizados por prácticas mutativistas y manipulativas, que en definitiva han supuesto una pérdida progresiva de la fuerza normativa del texto constitucional.
Es así que principios fundamentales como la presunción de inocencia, la no autoincriminación o la exclusión de pruebas ilegales, dejan de aplicarse con todas sus consecuencias en los procesos penales, por más que los operadores simulen que los están haciendo funcionar a pleno.
Se trata, sin lugar a dudas, de “una rémora del pensamiento premoderno arrastrada contradictoriamente por la modernidad, un elemento conceptual contradictorio dentro del Estado de derecho porque arrastra la semilla de su destrucción” (Zaffaroni).
Felix M. Tena De Sosa es investigador asociado de la FINJUS
tenafel@hotmail.com
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