viernes, 17 de febrero de 2012

La iglesia en el Estado Constitucional

Escrito por: Eduardo Jorge Prats (e.jorge@jorgeprats.com)
En su reciente Mensaje, la Conferencia del Episcopado Dominicano afirma que “a veces, una especie de maniqueísmo, que sutilmente subyace en la cultura, nos lleva a pensar con ligereza, que la religión no tiene nada que ver con la política; y se olvida, además, que la religión abarca todas las actividades del hombre y la mujer, incluyendo la política, enjuiciándola desde el punto de vista de la moral y de la ética. Y abarca de suyo los conceptos del bien común, alcanzable por la justicia social, que es el fin teleológico de cualquier doctrina política”.

¿Es cierto que “la religión no tiene nada que ver con la política”? Esta es la cuestión fundamental que debe ser respondida si es que se quiere entender la visión de la Iglesia Católica de su participación en los asuntos de este mundo y el papel de esta Iglesia en un Estado que, como el dominicano, su Constitución “garantiza la libertad de conciencia y de cultos” (artículo 45).

De entrada, hay que decir que en el Estado Constitucional los argumentos que “impliquen la pretensión de la verdad de la religión” (Habermas) no devienen legales por esa mera pretensión. Así, qué constituye una “familia” para la Constitución no puede determinarse a partir del Génesis, en donde se presenta al hombre y a la mujer como creados para unirse, fecundarse y ejercer dominio sobre la creación en un acto de alabanza y reconocimiento de su dependencia de Dios. Conforme la Constitución, “toda persona tiene derecho a constituir una familia” (artículo 55.1) y ella se constituye sencillamente de varios modos: “por vínculos naturales o jurídicos, por la decisión libre de un hombre y de una mujer de contraer matrimonio o por la voluntad responsable de conformarla” (artículo 55).

Ahora bien, lo anterior no implica que la Iglesia no pueda formular un juicio ético sobre sobre las leyes del Estado. Es más, todo ciudadano puede hacerlo, pues la propia Constitución considera nula toda ley injusta (artículo 40.15), lo cual es la base para la desobediencia civil frente a las órdenes estatales manifiestamente arbitrarias e irracionales. De manera que, contrario a lo que afirma Zagrebelsky, consideramos que la lealtad constitucional de la Iglesia es una cuestión que no es más problemática que la de los ciudadanos del Estado que, a pesar de que deben acatar y cumplir la Constitución y las leyes (artículo 75.1), tienen el derecho de criticar y aún desobedecer leyes injustas, aunque no puedan escapar a las sanciones de su incumplimiento.

Más aún, puede afirmarse, junto con Bockenforde, que el Estado secular vive “de los impulsos y las fuerzas que la fe religiosa transmite a sus ciudadanos”. Y es que, como afirma Tocqueville, “dudo que el hombre pueda nunca soportar a la vez una completa independencia religiosa y una entera libertad política, y me siento inclinado a creer que si no tiene fe tendrá que ser esclavo y que si es libre tendrá que creer”. No por azar, conforme la Constitución que según su Preámbulo fue adoptada por asambleístas que invocaron el “nombre de Dios”, el lema nacional es “Dios, Patria y Libertad” (artículo 35). Y no por casualidad tampoco, como ha establecido la jurisprudencia italiana, el crucifijo puede, expuesto en lugares públicos no religiosos, como nuestros tribunales, sin contradecir el significado que tiene para los creyentes, asumir un significado civil que recrea valores laicos como la dignidad humana, la tolerancia, la solidaridad con los oprimidos y el primado de la conciencia sobre la autoridad.

Admitir que nada humano le es ajeno a la Iglesia y que ella pueda pronunciarse sobre cualquier materia no nos debe hacer olvidar, sin embargo, que estas intervenciones están destinadas a las conciencias de quienes somos creyentes y a quienes reconocemos en la Iglesia una autoridad moral. Pero la autoridad de la ley estatal no puede basarse en obligaciones religiosas. La democracia se basa en la libre discusión. Por tanto, nadie, como bien afirma Zagrebelsky, “puede pretender estar en posesión de la verdad” en una democracia que para serlo debe caracterizarse porque reina “el espíritu de tolerancia, discusión y comprensión”. La consagración de dogmas oficiales es el primer paso hacia el fundamentalismo.

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