Escrito por: Jottin Cury.
No siempre ha sido muda nuestra Constitución en lo atinente al tema que trato. La de 1924 reglamentaba ese control instituyendo el ejercicio de la acción por vía principal y por vía de excepción, pero otorgándole competencia exclusiva, en ambas situaciones, a la Suprema Corte de Justicia.
En efecto, el artículo 61 de la Carta de aquella época incluía, entre las atribuciones de la Suprema Corte de Justicia, la de conocer en primera y única instancia sobre la constitucionalidad de las leyes, decretos, resoluciones y reglamentos cuando fuese objeto de controversia entre partes ante cualquier tribunal, y un interés general, sin necesidad de controversia judicial, cuando dichas leyes, decretos, resoluciones y reglamentos fueren atentatorios a los derechos individuales consagrados en ella. En el primer caso, cuando el alegato de inconstitucionalidad surgía en el curso de un proceso, el tribunal apoderado estaba obligado a sobreseer su decisión sobre el fondo hasta después del fallo de la Suprema Corte.
El sistema de 1924 es, en verdad, aunque jurídicamente vicioso, el más avanzado que hemos tenido. Si lo comparamos con los sistemas de control de otros países, adoptados antes y después de esa fecha, hay que convenir que llevábamos entonces una delantera apreciable.
Sin embargo, apuntamos que nuestra Constitución de entonces, ordenando el sobreseimiento de los tribunales inferio-res cuando la acción era ejercida por vía de excepción, favorecía las chicanas de tipo judicial y daba pie a otros excesos. Instituía, además, una actio popularis, una acción popular cuyos efectos generales dejaban mucho que desear, sobre todo en una sociedad como la nuestra, donde las pasiones políticas se encienden hasta el rojo vivo.
La reforma constitucional de 1924 no fue la primera en reglamentar el control de la constitucionalidad de las leyes. La Constitución del 6 de noviembre de 1844, en su artículo 125, que luego reproducen las dos revisiones del 25 de febrero y 16 de diciembre de 1854, exigió de los tribunales no aplicar una ley inconstitucional ni decretos y reglamentos contrarios a las leyes. La vaguedad de la redacción da a entender que el juez, de ofi cio, podía suscitar el problema de la inconstitucionalidad al margen de la petición de las partes interesadas.
Pero es en 1874 cuando por vez primera, y de modo rigurosamente formal, se plantea la preocupación de corregir los excesos del legislador ordinario. En efecto, el legislador constituyente de la época le confi ere a la Suprema Corte de Justicia la atribución “de conocer de las causas en que se alegue inconstitucionalidad”, regla que repite la Constitución del año siguiente. Ya entonces, de modo preciso, se instaura el sistema del control judicial de la constitucionalidad por vía de excepción, y atribuyéndose para ello competencia expresa a la Suprema Corte de Justicia. No es la forma indeterminada de 1844 y 1854, sino la orden del constituyente de que sea nuestro tribunal de mayor jerarquía judicial el que se encargue de dirimir el confl icto, siempre que con ocasión de un litigio “se alegue la inconstitucionalidad de las leyes”.
En las revisiones de 1877, 1879, 1880, 1881, 1887, 1896 y 1907, desaparece la preocupación del constituyente por el control de la ley al no conferirle de modo expreso esas atribuciones a la Suprema Corte de Justicia, tal como lo hiciera en 1874 y 1875. Sin embargo, en 1908 reaparece el principio, y aunque con una redacción sensiblemente diferente, consagra en provecho de dicho tribunal judicial la atribución de “decidir en último recurso sobre la constitucionalidad de las leyes, decretos y reglamentos en todos los casos que sean materia de controversia judicial entre partes”. Las Constituciones de 1874, 1875 y 1908, adoptan el sistema del control judicial de las leyes, pero subordinando la competencia “defi nitiva” o en último recurso de la Suprema Corte de Justicia a la existencia de una controversia previa entre las partes.
En el estudio de este apasionante tema se observa que el constituyente dominicano formula de modo expreso, en las tres ocasiones precedentemente señaladas, la norma sustantiva llamada a corregir los vicios de inconstitucionalidad del legislador ordinario, pero limitando a los litigantes el ejercicio de ese derecho, así como los resultados del fallo a las partes en causa. Aplicación pura y simple del principio de la relatividad de la cosa juzgada, y reafi rmación en el campo del derecho político de la máxima res inter alios acta.
Insisto que es en 1924 cuando se da entre nosotros el salto, yéndonos lejos en la protección del control de la legalidad.
No necesito recordar, por acabar de expresarlo, que la revisión de esta fecha adopta los dos sistemas tradicionales del control judicial de la ley: 1) el del ejercicio de la acción por vía principal; y 2) el de la acción por vía de excepción, pero reservándose en ambos casos la Suprema Corte de Justicia la competencia exclusiva para decidir en primera y última instancia.
Luego, en 1927, 1929, 1934, el mismo artículo establece que corresponde a la Suprema Corte de Justicia “decidir en último recurso sobre la constitucionalidad de las leyes, decretos, resoluciones y reglamentos”, abandonando así el control por vía de acción principal y el apoderamiento directo en ausencia de contestación previa. Esas revisiones despojan a la Suprema Corte de Justicia de la competencia única y exclusiva para decidirse sobre las contestaciones del tipo señalado.
En la revisión de 1942 y las que le siguieron, excepto en la del año 1963, hace mutis de nuestra Carta Magna la preocupación explícita del Constituyente por consagrar el control de la voluntad legal. La regla se ha convenido limitando a declarar nulos de pleno derecho toda ley, decreto, resolución, reglamento o acto contrario a la Constitución.
En defi nitiva, todas esas revisiones no son más que modalidades ligeramente diferentes de un mismo principio, que en puridad puede ser aplicado en ausencia de formulación expresa. El ejercicio virtual de la regularidad constitucional de las normas adjetivas, es siempre posible cuando se recurre a la acción por vía de excepción y con ocasión de un proceso judicial pendiente.
Tal es la opinión generalizada que sobre este problema se ha tenido siempre, y que hemos adoptado en diversos períodos de nuestra historia, incluyendo el actual.
Una cosa es cierta: nuestro sistema de control por vía de excepción es bueno pero inoperante. Su lentitud termina despojando la acción del interés que la determinó. Sin embargo, me veo en difi cultades de pronunciarme por el mejor de los ideados hasta ahora. El de la Constitución de 1924, que instituyó la verifi cación de la legalidad ya por vía de acción principal, ya mediante el incidente procesal, tiene el inconveniente de prestarse, particularmente en esta última ocurrencia, a que litigantes inescrupulosos paralicen el curso normal del proceso sin otra fi nalidad que la de retardar la solución del fondo litigioso.
Ahora bien, este es un riesgo que hay que pagar siempre, sea cual fuere el sistema que se emplee; confi eso que lo más atrayente de la Constitución de 1924 es la atribución de competencia exclusiva en provecho de la Suprema Corte de Justicia, despojando a los jueces ordinarios de la grave responsabilidad de pronunciarse sobre tan delicada cuestión.
Esta competencia exclusiva en provecho de jueces expertos y capacitados es hoy más recomendable que nunca, sobre todo si uno tiene el valor de afi rmar que es lastimosa, con muy contadas excepciones, la capacidad jurídica del juez dominicano de los tribunales de derecho común, divorciado del estudio de las disciplinas jurídicas y generalmente atrapado por la infl uencia política de los gobernantes de turno.
Menos confl ictiva que la creación de un Tribunal o Corte Constitucional sería, pues, la ampliación de atribuciones en benefi cio de la Suprema Corte de Justicia, a fi n de que conozca en primera y única instancia todos los problemas suscitados con ocasión de la aplicación de las leyes.
Pues bien, supongamos el retorno a la Constitución de 1924, y que la Suprema Corte de Justicia controle la constitucionalidad de las leyes por vía directa o por vía incidental. Un obstáculo emerge en este tortuoso asunto, y es el siguiente: si como consecuencia del ejercicio de la acción directa, al margen de toda contestación entre partes, la Suprema Corte de Justicia falla en contra de la norma adjetiva, dicha normal cae frente a todo el mundo porque la decisión que la invalida tiene efectos generales y no relativos. Sólo tendría el efecto relativo de la cosa juzgada del artículo 1351 del Código Civil si la decisión es el resultado de una acción por vía de excepción.
Acontece que no pocas veces y en ausencia de toda contestación judicial, tanto el interés particular como un superior interés social demandan una solución al problema de la constitucionalidad, que por razones dadas no pueden o no debe ser enmarcado en un litigio por ante los tribunales ordinarios.
¿Por qué no llevarlo directamente ante la Suprema Corte de Justicia, para que ésta resuelva en pri-mera y única instancia? La cuestión más delicada, a mi juicio, está en el efecto de la sentencia que se dicta.
Si por un mecanismo bien regulado se le diera siempre efectos relativos a las decisiones de la Suprema Corte de Justicia en esta materia, importando que el apoderamiento haya sido por vía de acción principal o por vía de excepción, lograríamos un efecto saludable que en nada malograría la autoridad legislativa y ejecutiva, colocados así en posiciones de enmendar el yerro a través de los mecanismos correspondientes.
Apunto como sugerencia la supresión, aunque tardía, de un Tribunal Constitucional en el estado económico actual del país; y apunto también la conveniencia de quedarnos con una SCJ única y soberana para juzgar la constitucionalidad de las leyes, decretos, resoluciones y reglamentos, lo que economizaría al país gastos excesivos que no estamos en capacidad de sufragar.